viernes, 23 de septiembre de 2011
SEPTIMO PASO
"Humildemente le pedimos que nos liberase de
nuestros defectos".
Ya que este Paso se centra tanto en la humildad, debemos hacer una pausa para considerar lo que es la humildad y lo que su práctica puede significar para nosotros.
En verdad, el trata de adquirir cada vez más humildad es el principio fundamental de cada uno de los Doce Pasos de A.A. Porque sin tener un cierto grado de humildad, ningún alcohólico se puede mantener sobrio. Además, casi todos los A.A. han descubierto que, a menos que cultiven esta preciada cualidad en un grado mucho mayor de lo que se requiere solo para mantener la sobriedad, tendrán escasas posibilidades de conocer la verdadera felicidad. Sin ella, no pueden llevar una vida de mucha utilidad, ni, en la adversidad, pueden contar con la fe suficiente para responder a cualquier emergencia.
La humildad, como palabra y como ideal, no lo ha pasado muy bien en nuestro mundo. No solamente se entiende mal la idea, sino que también la palabra suscita a menudo una gran aversión. Muchas personas ni siquiera tienen la menor comprensión de la humildad como manera de vivir. Mucho de lo que oímos decir a la gente en nuestra vida diaria, y una buena parte de lo que leemos, destaca el orgullo que siente el ser humano por sus propios logros.
Con gran inteligencia, los científicos han venido forzando a la naturaleza a que revele sus secretos. Los inmensos recursos de los que ahora disponemos nos prometen una cantidad de bendiciones materiales tan grande que muchos han llegado a creer que nos encontramos en el umbral de una edad de oro, forjada por la mano del hombre. La pobreza desaparecerá, y habrá tal abundancia que todos disfrutaremos de toda la seguridad y todas las satisfacciones personales que deseemos. La teoría parece sostener que, una vez que queden satisfechos los instintos primordiales de todos los seres humanos, habrá muy poco motivo para pelearnos. El mundo entonces se volverá feliz y se verá libre para concentrarse en la cultura y el carácter. Solo con su propia inteligencia y esfuerzos, la humanidad habrá forjado su destino.
Sin duda, ningún alcohólico y, desde luego ningún miembro de A.A. quiere menospreciar los logros materiales. Ni discutimos con los muchos que todavía se aferran tan apasionadamente a la creencia de que la satisfacción de nuestros deseos naturales básicos es el objeto primordial de la vida. Pero estamos seguros de que ninguna clase de gente de este mundo ha fracasado tan rotundamente al tratar de vivir conforme a esta fórmula como los alcohólicos. Hace miles de años que venimos exigiendo más de lo que nos corresponde de seguridad, de prestigio y de amor. Cuando parecía que teníamos éxito, bebíamos para tener sueños aun más grandiosos. Cuando nos sentíamos frustrados, aunque solo fuera en parte, bebíamos para olvidar. Nunca había suficiente de lo que creíamos que queríamos.
En todos estos empeños, muchos de ellos bien intencionados, nuestro mayor impedimento había sido la falta de humildad. Nos faltaba la perspectiva suficiente para ver que la formación del carácter y los valores espirituales tenían que anteponer a todo, y que las satisfacciones materiales no constituían el objetivo de la vida. De una manera muy característica, nos habíamos pasado de la raya confundiendo el fin con los medios. En vez de considerar la satisfacción de nuestros deseos materiales como el medio por el que podríamos vivir y funcionar como seres humanos, la habíamos considerado como la meta y el objetivo final de la vida.
Es cierto que la mayoría de nosotros creíamos deseable tener un buen carácter, pero el buen carácter evidentemente era algo que se necesitaba para seguir en el empeño de satisfacer nuestros deseos. Con una apropiada muestra de honradez y moralidad, tendríamos una mayor probabilidad de conseguir lo que realmente queríamos. Pero siempre que teníamos que escoger entre el carácter y la comodidad, la formación del carácter se perdió en el polvo que levantábamos al perseguir lo que creíamos era la felicidad. Muy rara vez considerábamos la formación del carácter como algo deseable en sí mismo, algo por lo que nos gustaría esforzarnos, sin importar que se satisficieran o no nuestras necesidades instintivas. Nunca se nos ocurrió basar nuestras vidas cotidianas en la honradez, la tolerancia y el verdadero amor a Dios y a nuestros semejantes.
Esta falta de arraigo a cualquier valor permanente, esta incapacidad de ver el verdadero objetivo de nuestra vida, producía en nosotros otro mal efecto. Mientras siguiéramos convencidos de poder vivir contando exclusivamente con nuestras propias fuerzas y nuestra propia inteligencia, nos era imposible tener una fe operante en un Poder Superior. Y esto era cierto aun cuando creíamos que Dios existía. Podíamos tener sinceras creencias religiosas que resultaban infructuosas porque nosotros mismos seguíamos tratando de hacer el papel de Dios. Mientras insistiéramos en poner en primer lugar nuestra propia independencia, la verdadera dependencia de un Poder Superior era totalmente impensable. Nos faltaba el ingrediente básico de toda humildad, el deseo de conocer y hacer la voluntad de Dios.
Para nosotros, el proceso de alcanzar una nueva perspectiva fue increíblemente doloroso. Sólo tras repetidas humillaciones nos vimos forzados a aprender algo respecto a la humildad. Sólo al llegar al fin de un largo camino, marcado por sucesivas desgracias y humillaciones, y por la arrolladora derrota final de nuestra confianza en nosotros mismos, empezamos a sentir la humildad como algo más que una condición de abyecta desesperación. A cada recién llegado a Alcohólicos Anónimos se le dice, y muy pronto llega a darse cuenta por sí mismo, que esta humilde admisión de impotencia ante el alcohol es su primer paso hacia la liberación de su dominio paralizador.
Es así como, por primera vez, vemos la necesidad de tener humildad. Pero esto no es sino un mero comienzo. La mayoría de nosotros tardamos mucho tiempo en librarnos completamente de nuestra aversión a la idea de ser humildes, en lugar tener una visión de la humildad como una conducta hacia la verdadera libertad del espíritu humano, en estar dispuestos a trabajar para conseguir la humildad como una cosa deseable en sí misma. No se puede dar una vuelta de 180 grados en un abrir y cerrar de ojos a toda una vida encaminada a satisfacer nuestros deseos egocéntricos. Al principio, la rebeldía pone trabas a cada paso que intentamos dar.
Cuando por fin admitimos sin reserva que somos impotentes ante el alcohol, es muy posible que demos un suspiro de alivio, diciendo, "Gracias a Dios, eso se acabó. Nunca tendré que volver a pasar por eso". Luego, y a menudo para nuestra gran consternación, llegamos a darnos cuenta de que solo hemos atravesado la primera etapa del nuevo camino que andamos. Todavía espoleados por la pura necesidad, con desgana nos enfrentamos con aquellos graves defectos de carácter que originalmente nos convirtieron en bebedores problema, defectos que tenemos que intentar remediar para no volver a caer de nuevo en el alcoholismo. Queremos deshacernos de algunos de estos defectos, pero en algunos casos nos parece una tarea tan imposible que nos acobardamos ante ella. Y nos aferramos con una persistencia apasionada a otros defectos que perturban de igual manera nuestro equilibrio, porque todavía nos complacen mucho. ¿Cómo podemos armarnos de suficiente resolución y buena voluntad como para deshacernos de obsesiones y deseos tan abrumadores?
Pero de nuevo nos vemos impulsados a segur, debido a la conclusión inevitable que sacamos de la experiencia de A.A., de que la única alternativa a intentar perseverar con determinación en el programa es la de caer al borde del camino. En esta etapa de nuestro progreso nos vemos fuertemente presionados para hacer lo debido, obligados a elegir entre los sufrimientos de intentarlo y los seguros castigos de no hacerlo. Estos primero pasos en el camino los damos a regañadientes, pero los damos. Es posible que todavía no tengamos la humildad en muy alta estima, como una deseable virtud personal, pero, no obstante, nos damos cuenta de que es una ayuda necesaria para sobrevivir.
Pero al haber mirado algunos de estos defectos honradamente y sin pestañear, después de haberlos discutido con otra persona y al haber llegado a estar dispuestos a que nos sean eliminados, nuestras ideas referentes a la humildad empiezan a cobrar un sentido más amplio. En este punto es muy probable que hayamos obtenido una liberación, al menos parcial, de nuestros defectos más devastadores. Disfrutamos de momentos en los que sentimos algo parecido a una auténtica tranquilidad de espíritu. Para aquellos de nosotros que hemos conocido únicamente la agitación, la depresión y la ansiedad - en otras palabras, para todos nosotros - esta recién encontrada tranquilidad es un don de inestimable valor. Algo verdaderamente nuevo se ha hecho parte integrante de nuestras vidas. Si antes la humildad había significado para nosotros la abyecta humillación, ahora empieza a significar el ingrediente nutritivo que nos puede deparar la serenidad.
Esta percepción perfeccionada de la humildad desencadena otro cambio revolucionario en nuestra perspectiva. Se nos empiezan a abrir los ojos a los inmensos valores que provienen directamente del doloroso desinflamiento del ego. Hasta este punto, nos hemos dedicado mayormente a huir del dolor y de los problemas. Huíamos de ellos como quien huye de la peste. Jamás queríamos enfrentarnos a la realidad del sufrimiento. Nuestra solución siempre era la de valernos de la botella para escapar. La formación de carácter por medio del sufrimiento, puede que les sirviera a los santos, pero para nosotros no tenía ningún aliciente.
Entonces, en A.A., miramos alrededor nuestro y escuchamos. Y por todas partes veíamos los fracasos y los sufrimientos transformados por la humildad en bienes inapreciables. Oíamos contar historia tras historia de cómo la humildad había sacado fuerzas de la debilidad. En todo caso, el sufrimiento había sido el precio de entrada en una nueva vida. Pero este precio de entrada nos había comprado más de lo que esperábamos. Traía consigo cierto grado de humildad, la cual, pronto descubrimos, aliviaba el sufrimiento. Empezamos a temerle menos al sufrimiento y a desear la humildad más que nunca.
Durante este proceso de aprender más acerca de la humildad, el resultado más profundo era el cambio de nuestra actitud para con Dios. Y esto era cierto, ya fuéramos creyendo o no. Empezamos a abandonar la idea de que el Poder Superior fuera una especie de sustituto mediocre a quien recurrir únicamente en emergencias. La idea de que seguiríamos llevando nuestras propias vidas, con una ayudita de Dios de vez en cuando, empezaba a desaparecer. Muchos de los que nos habíamos considerado religiosos, nos dimos repentina cuenta de lo limitada que era esta actitud. Al negarnos a colocar a Dios en primer lugar, nos habíamos privado de Su ayuda. Pero ahora las palabras "Por mí mismo nada soy, el Padre hace las obras" empezaban a cobrar un significado muy prometedor.
Vimos que no siempre era necesario que fuéramos humillados y doblegados para alcanzar la humildad. El sufrimiento incesante no era la única forma de alcanzarla, nos podía llegar igualmente por estar bien dispuestos a buscarla. Ocurrió un viraje decisivo en nuestras vidas cuando nos pusimos a conseguir la humildad como algo que realmente queríamos, y no como algo que debíamos tener. Marcó el momento en que pudimos empezar a ver todas las implicaciones del Séptimo Paso: "Humildemente Le pedimos que nos liberase de nuestros defectos".
Al prepararnos para dar el Séptimo Paso, puede que valga la pena volver a preguntarnos cuáles son nuestros objetivos más profundos. A cada uno de nosotros le gustaría vivir en paz consigo mismo y con sus semejantes. Nos gustaría que se nos diera la seguridad de que la gracia de Dios puede hacer por nosotros aquello que no podemos hacer por nosotros mismos. Hemos observado que los defectos de carácter que se originan en deseos indignos y miopes son los obstáculos que bloquean nuestro camino hacia estos objetivos. Ahora vemos con claridad que hemos impuesto exigencias poco razonables en nosotros mismos, en otras personas, y en Dios.
El principal activador de nuestros defectos ha sido el miedo egocéntrico - sobre todo el miedo de que perderíamos algo que ya poseíamos o que no conseguiríamos algo que exigíamos. Por vivir a base de exigencias insatisfechas, nos encontrábamos en un estado de constante perturbación y frustración. Por lo tanto, no nos sería posible alcanzar la paz hasta que no encontráramos la manera de reducir estas exigencias. La diferencia entre una exigencia y una sencilla petición está clara para cualquiera.
En el Séptimo Paso efectuamos el cambio de actitud que nos permite, guiados por la humildad, salir de nosotros mismos hacia los demás y hacia Dios. El Séptimo Paso pone todo su énfasis en la humildad. En realidad, nos dice que ahora debemos estar dispuestos a intentar conseguir, por medio de la humildad, la eliminación de nuestros defectos, al igual que hicimos cuando admitimos que éramos impotentes ante el alcohol y llegamos a creer que un Poder superior a nosotros mismos podría devolvernos el sano juicio. Si ese grado de humildad podía hacernos posible encontrar la gracia suficiente para desterrar tan mortal obsesión, entonces cabe esperar los mismos resultados respecto a cualquier problema que podamos tener.
SEXTO PASO
"Estuvimos enteramente dispuestos a dejar que
Dios nos liberase de nuestros defectos"
Este es el Paso que separa los hombres de los niños". Así se expresa un clérigo muy querido nuestro que es uno de los mejores amigos de A.A. A continuación explica que cualquier persona que tenga suficiente buena voluntad y sinceridad para aplicar repetidamente el Sexto Paso a todos sus defectos de carácter - sin reserva alguna - ha llegado a alcanzar un gran desarrollo espiritual y, por lo tanto, merece que se le describa como un hombre que sinceramente intenta crecer a la imagen y semejanza de su Creador.
Naturalmente, la muy discutida pregunta de si Dios puede liberarnos de los defectos de carácter - y si, bajo ciertas condiciones, lo hará - tendrá una respuesta inmediata y rotundamente afirmativa por parte de casi todo miembro de A.A. Para nosotros, ésta no es una propuesta teórica; es la mayor realidad de nuestras vidas. Casi cualquier miembro ofrecerá como prueba una exposición como ésta:
"Sin duda, yo estaba vencido, totalmente derrotado. Mi fuerza de voluntad no me servía para nada frente al alcohol. Los cambios de ambiente, los mejores esfuerzos de mi familia, mis amigos, médicos, sacerdotes no tenían el menor efecto en mi alcoholismo. Simplemente, no podía dejar de beber, y no parecía que ningún ser humano pudiera conseguir que lo hiciera. Pero cuando llegué a estar dispuesto a poner mi casa en orden y luego pedí a un Poder Superior, Dios como yo Lo concebía, que me liberase de mi obsesión por beber, esa obsesión desapareció".
En reuniones de A.A. celebradas en todas partes del mundo, cada día se oyen contar experiencias como la anterior. Todo el mundo puede ver claramente que cada miembro sobrio de A.A. ha sido liberado de una obsesión obstinada y potencialmente mortal. Así que, en un sentido literal, todos los A.A. han "llegado a estar enteramente dispuestos" a dejar que Dios los liberase de la manía de beber alcohol. Y Dios ha hecho precisamente esto.
Habiendo tenido una completa liberación del alcoholismo, ¿por qué no podríamos lograr, por los mismos medios, la liberación absoluta de cualquier otra dificultad o defecto? Este es el enigma de nuestra existencia, cuya completa solución puede que exista solo en la mente de Dios. No obstante, por lo menos podemos ver una parte de la solución.
Cuando un hombre o una mujer consumen tanto alcohol que destruyen su vida, hacen algo que va completamente "contra natura". Al desafiar su deseo instintivo de conservación, parecen estar empeñados en destruirse a sí mismos. Actúan en contra de su instinto más profundo. Conforme se ven humillados por los terribles latigazos que les da el alcohol, la gracia de Dios puede entrar en sus vidas y expulsar su obsesión. En esto su poderoso instinto de sobrevivir puede cooperar plenamente con el deseo de su Creador de darle una nueva vida. Porque tanto la naturaleza como Dios aborrecen el suicidio.
Pero la mayoría de nuestras demás dificultades no se pueden clasificar en esta categoría. Por ejemplo, cada persona normal quiere comer, reproducirse y llegar a ser alguien en la sociedad. Y desea gozar de un nivel razonable de seguridad mientras intenta alcanzar estas cosas. De hecho Dios le ha creado así. No creó al hombre para que se destruyera a sí mismo con el alcohol, sino que le dotó de instintos para ayudarle a mantenerse vivo.
No existe la menor evidencia, al menos en esta vida, de que nuestro Creador espere que eliminemos totalmente nuestros instintos naturales. Que sepamos nosotros, no hay ningún testimonio de que Dios haya quitado a cualquier ser humano todos sus instintos naturales.
Puesto que la mayoría de nosotros nacemos con una abundancia de deseos naturales, no es de extrañar que a menudo les dejemos que se conviertan en exigencias que sobrepasan sus propósitos originales. Cuando nos impulsan ciegamente, o cuando exigimos voluntariosamente que nos den más satisfacciones o placeres de los que nos corresponden, este es el punto en el que nos desviamos del grado de perfección que Dios desea que alcancemos en esta tierra. Esta es la medida de nuestros defectos de carácter o, si prefieres, de nuestros pecados.
Si se lo pedimos, Dios ciertamente nos perdonará nuestras negligencias. Pero nunca nos va a volver blancos como la nieve y mantenernos así sin nuestra cooperación. Nosotros mismos debemos estar dispuestos a hacer lo necesario para alcanzar esto. Dios solamente nos pide que nos esforcemos lo más que podamos para hacer progresos en la formación de nuestro carácter.
Por lo tanto, el Sexto Paso - "Estuvimos enteramente dispuestos a dejar que Dios nos liberase de nuestros defectos" - es la forma en que A.A. expone la mejor actitud posible que se puede tomar para dar un comienzo en este trabajo de toda la vida. No significa que esperemos ver desaparecer todos nuestros defectos de carácter como desapareció nuestra obsesión por beber. Puede que algunos desaparezcan, pero en cuanto a la mayoría de ellos, tendremos que contentarnos con una mayoría gradual. Las palabras claves "enteramente dispuestos" subrayan el hecho de que queremos aspirar lo mejor que conozcamos o que podemos llegar a conocer.
¿Cuántos de nosotros tenemos este grado de disponibilidad? En un sentido absoluto, casi nadie lo tiene. Lo mejor que podemos hacer, con toda la sinceridad que seamos capaces, es tratar de alcanzarlo. Aun entonces, los miembros más entrenados y dedicados descubriremos, para nuestra consternación, que hay un punto en el que nos estancamos, un punto en el que decimos, "No, todavía no puedo renunciar a esto" Y a menudo vamos a pisar en terreno mucho más peligroso, cuando gritemos: "¡Nunca voy a renunciar a esto!" Tal es la capacidad para sobrepasarse que tienen nuestros instintos. Por mucho que hayamos progresado, siempre encontraremos deseos que se opongan a la gracia de Dios.
Puede que algunos que creen haber hecho buenos progresos quieran discutir este punto, así que vamos a pensarlo un poco más detenidamente. Casi toda persona desea librarse de sus defectos más notorios y destructivos. Nadie quiere ser tan orgulloso como para que los demás le ridiculicen por ser un fanfarrón, ni tan avaricioso que se le acusa de ladrón. Nadie quiere que su ira le impulse a matar, ni que su lujuria le incite a violar, ni que su gula le lleva a arruinar su salud. Nadie quiere verse atormentado por el sufrimiento crónico de la envidiosa, ni paralizado por la pereza. Naturalmente, la mayoría de los seres humanos no sufren de estos defectos en un grado tan extremo.
Es probable que nosotros los que hemos escapado de estos extremos tendamos a felicitarnos. Pero, ¿debemos hacerlo? A fin y al cabo, ¿no ha sido el amor propio, puro y simple, el que nos ha hecho posible escapar? No se requiere mucho esfuerzo espiritual para evitar los excesos que siempre traen consigo un castigo inevitable. Pero cuando nos enfrentamos con los aspectos menos violentos de estos mismos defectos, entonces, ¿cuál es nuestra reacción?.
Lo que tenemos que reconocer ahora es que algunos de nuestros defectos nos deleitan inmensamente. Realmente nos encantan. Por ejemplo ¿a quién no le gusta sentirse un poco superior a su prójimo, o incluso muy superior? ¿No es cierto que nos gusta disfrazar de ambición nuestra avaricia? Parece imposible pensar que a alguien le guste la lujuria. Pero, ¿cuántos hombres y mujeres hablan de amor con la boca, y creen en lo que dicen, para poder ocultar la lujuria en un rincón oscuro de su mente? E incluso dentro de los limites convencionales, muchas personas tienen que confesar que sus imaginarias excursiones sexuales suelen ir disfrazadas de sueños románticos.
La ira farisaica también puede ser muy agradable. De una manera perversa, incluso nos puede satisfacer el hecho de que mucha gente nos fastidia, porque nos produce una sensación reconfortante de superioridad. El chismorreo, emponzoñado con nuestra ira, una especie de asesinato cortés por calumnia, también tiene sus satisfacciones para nosotros. En este caso, no intentamos ayudar a los que criticamos; pretendemos proclamar nuestra propia rectitud.
Cuando la gula no llega al grado de arruinar nuestra salud, solemos darle un nombre más benigno; decimos que "disfrutamos de nuestro bienestar". Vivimos en un mundo carcomido por la envidia. En menor o mayor grado, les infecta a todos. De este defecto, debemos de sacar una clara, aunque deformada, satisfacción. Si no, ¿por qué íbamos a malgastar tanto tiempo en desear lo que no tenemos en lugar de trabajar por conseguirlo, o en buscar atributos que nunca tendremos y sentirnos airados al no encontrar, en lugar de ajustarnos a la realidad y aceptarla? Y cuántas veces no trabajamos con gran ahínco sin otro motivo más noble que el de rodearnos de seguridad y abandonarnos en la pereza más tarde - solo que a esto lo llamamos "buena jubilación". Consideremos además nuestro talento para dejarlo todo para mañana, lo que no es sino una variedad de la pereza. Casi cualquier persona podría hacer una larga lista de defectos como éstos, y muy pocos de nosotros pensarían seriamente en abandonarlos, al menos hasta que nos causaran excesivo sufrimiento.
Claro que algunos pude que están convencidos de estar verdaderamente dispuestos a que se les eliminen todos estos defectos. Pero incluso estas personas, si hacen una lista de defectos aun menos graves, se verán obligadas a admitir que prefieren quedarse con algunos de ellos. Por lo tanto, parece claro que pocos de nosotros podemos, rápida y fácilmente, llegar a estar dispuestos a aspirar la perfección espiritual y moral; solemos contentarnos con la perfección suficiente para permitirnos salir del paso, según, naturalmente, nuestras diversas ideas personales de lo que significa salir de paso. Así que la diferencia entre los niños y los hombres es la diferencia entre aquel que se esfuerza por alcanzar un objetivo marcado por él mismo y aquel que aspira alcanzar el objetivo perfecto que es el de Dios.
Muchos preguntarán enseguida, "¿Cómo podemos aceptar todas las implicaciones del Sexto Paso? Pues - ¡esto es la perfección! Esta parece ser una pregunta difícil de contestar, pero en la práctica no lo es. Solamente el Primer Paso, en el que admitimos sin reserva alguna que éramos impotentes ante el alcohol, se puede practicar con perfección absoluta. Los once Pasos restantes exponen ideales perfectos. Son metas que aspiramos alcanzar, y patrones con los que medimos nuestro progreso. Visto así, el Sexto Paso sigue siendo difícil, pero no imposible. La única cosa urgente es que comencemos y sigamos intentándolo.
Si esperamos poder valernos de esta Paso para solucionar problemas distintos del alcohol, tendremos que hacer un nuevo intento para ampliar nuestra mente. Tendremos que levantar nuestra mirada hacia la perfección y estar dispuestos a encaminarnos en esa dirección. Poco importará lo vacilantes que caminemos. La única pregunta que tendremos que hacernos es, "¿Estamos dispuestos?".
Al repasar de nuevo aquellos defectos que aun no estamos dispuestos a abandonar, debemos derrumbar las barreras rígidas que nos hemos impuesto. Tal vez todavía nos veremos obligados a decir en algunos casos, "Aún no puedo abandonar esto . . .," pero nunca debemos decirnos, "¡Jamás abandonaré esto!".
Deshagámonos ahora de una posible trampa peligrosa que hemos dejado en el camino. Se sugiere que debemos llegar a estar dispuestos a aspirar alcanzar la perfección. No obstante, se nos indica que alguna demora se nos puede perdonar. En la mente de un alcohólico, experto en la invención de excusas, la palabra "demora" puede adquirir un significado de futuro lejano. Puede decir, "¡Qué fácil! Claro que me voy a encaminar hacia la perfección, pero no veo por qué he de apresurarme. Tal vez puedo posponer indefinidamente el enfrentarme a algunos de mis problemas". Por supuesto, esto no servirá. Esta manera de engañarse a uno mismo tendrá que seguir el mismo camino que otras muchas justificaciones agradables. Como mínimo, tendremos que enfrentarnos a algunos de nuestros peores defectos de carácter, y ponernos a trabajar para eliminarlos tan pronto como podamos.
Al decir "¡Nunca, jamás!" cerramos nuestra mente a la gracia de Dios. La demora es peligrosa y la rebeldía puede significar la muerte. Este es el punto en el que abandonamos los objetivos limitados, y nos acercamos a la voluntad de Dios para con nosotros.
QUINTO PASO
"Admitimos ante Dios, ante nosotros mismos, y
ante otro ser humano, la naturaleza exacta de
nuestros defectos".
Todos los Doce Pasos de A.A. nos piden que vayamos en contra de nuestros deseos naturales . . . todos ellos desinflan nuestros ego. En cuanto al desinflamiento del ego, hay pocos Pasos que nos resulten más difíciles que el Quinto. Pero tal vez no hay otro Paso más necesario para lograr una sobriedad duradera y la tranquilidad de espíritu.
La experiencia de A.A. nos ha enseñado que no podemos vivir a solas con nuestros problemas apremiantes y los defectos de carácter que los causan o los agravan. Si hemos examinado nuestras carreras a la luz del Cuarto Paso, y hemos visto iluminadas y destacadas aquellas experiencias que preferiríamos no recordar, si hemos llegado a darnos cuenta de cómo las ideas y acciones equivocadas nos han lastimado a nosotros y a otras personas, entonces, la necesidad de dejar de vivir a solas con los fantasmas atormentadores del pasado cobra cada vez más urgencia. Tenemos que hablar de ellos con alguien.
No obstante, es tal la intensidad de nuestro miedo y nuestra desgana a hacerlo que al principio muchos alcohólicos intentan saltar el Quinto Paso. Buscamos una alternativa más cómoda - que suele ser el admitir, de forma general y poco molesta, que cuando bebíamos a veces éramos malos actores. Entonces, para remacharlo, añadíamos unas descripciones dramáticas de algunos aspectos de nuestra conducta alcohólica que, de todas formas, nuestros amigos probablemente ya conocían.
Pero acerca de las cosas que realmente nos molestan y nos enojan, no decimos nada. Ciertos recuerdos angustiosos o humillantes, nos decimos, no se deben compartir con nadie. Los debemos guardar en secreto. Nadie jamás debe conocerlos. Esperamos llevárnoslos a la tumba.
Sin embargo, si la experiencia de A.A. nos sirve para algo, esta decisión so sólo es poco sensata, sino también muy peligrosa. Pocas actitudes confusas nos han causado más problemas que la de tener reservas en cuanto al Quinto Paso. Algunas personas ni siquiera pueden mantenerse sobrias por poco tiempo; otras tendrán recaídas periódicamente hasta que logren poner sus casas en orden. Incluso los veteranos de A.A. que llevan muchos años sobrios, a menudo pagan un precio muy alto por haber escatimado esfuerzos en este Paso. Contarán cómo intentaban cargar solos con este peso; cuánto sufrieron de irritabilidad, de angustia, de remordimientos y de depresión; y cómo, al buscar inconscientemente alivio, a veces incluso acusaban a sus mejores amigos de los mismos defectos de carácter que ellos mismos intentaban ocultar. Siempre descubrían que nunca se encuentra el alivio al confesar los pecados de otra gente. Cada cual tiene que confesar los suyos.
Esta costumbre de reconocer los defectos de uno mismo ante otra persona es, por supuesto, muy antigua. Su valor ha sido confirmado en cada siglo, y es característico de las personas que centran sus vidas en lo espiritual y que son verdaderamente religiosas. Pero hoy día no sólo la religión aboga a favor de este principio salvador. Los siquiatras y los sicólogos recalcan la profunda y práctica necesidad que tiene todo ser humano de conocerse a sí mismo y reconocer sus defectos de personalidad, y poder hablar de ellos con una persona comprensiva y de confianza. En cuanto a los alcohólicos A.A. iría aun más lejos. La mayoría de nosotros diríamos que, sin admitir sin miedo nuestros defectos ante otro ser humano, no podríamos mantenernos sobrios. Parece bien claro que la gracia de Dios no entrará en nuestras vidas para expulsar nuestras obsesiones destructoras hasta que no estemos dispuestos a intentarlo.
¿Qué podemos esperar recibir del Quinto Paso?
Entre otras cosas, nos libraremos de esa terrible sensación de aislamiento que siempre hemos tenido. Casi sin excepción, los alcohólicos están torturados por la soledad. Incluso antes de que nuestra forma de beber se agravara hasta tal punto que los demás se alejaran de nosotros, casi todos nosotros sufríamos de la sensación de no encajar en ninguna parte. O bien éramos tímidos y no nos atrevíamos acercarnos a otros, o éramos propensos a ser muy extrovertidos, ansiando atenciones y camaradería, sin conseguirlas nunca - o al menos según nuestro parecer. Siempre había esa misteriosa barrara que no podíamos superar ni entender. Era como si fuéramos actores en escena que de pronto se dan cuenta de no poder recordar ni una línea de sus papeles. Esta es una de las razones por las que nos gustaba tanto el alcohol. Nos permitía improvisar. Pero incluso Baco se volvió en contra nuestra; acabamos derrotados y nos quedamos en aterradora soledad.
Cuando llegamos a A.A. y por primera vez en nuestras vidas nos encontramos entre personas que parecían comprendernos, la sensación de pertenecer fue tremendamente emocionante. Creíamos que el problema del aislamiento había sido resuelto. Pero pronto descubrimos que, aunque ya no estábamos aislados en el sentido social, todavía seguíamos sufriendo las viejas punzadas del angustioso aislamiento. Hasta que no hablamos con perfecta franqueza de nuestros conflictos y no escuchamos a otro hacer la misma cosa, seguíamos con la sensación de no pertenecer. En el Quinto Paso se encontraba la solución. Fue el
principio de una auténtica relación con Dios y con nuestros prójimos.
Por medio de este Paso vital, empezamos a sentir que podríamos ser perdonados, sin importar cuáles hubieran sido nuestros pensamientos o nuestros actos. Muchas veces, mientras practicábamos este Paso con la ayuda de nuestros padrinos o consejeros espirituales, por primera vez nos sentimos capaces de perdonar a otros, fuera cual fuera el daño que creíamos que nos habían causado. Nuestro inventario moral nos dejó convencidos de que lo deseable era el perdón general, pero hasta que no emprendimos resueltamente el Quinto Paso, no llegamos a saber en nuestro fuero interno que podríamos recibir el perdón y también concederlo.
Otro gran beneficio que podemos esperar del hecho de confiar nuestros defectos a otra persona es la humildad - una palabra que suele interpretarse mal. Para los que hemos hecho progresos en A.A., equivale a un reconocimiento claro de lo que somos y quiénes somos realmente, seguido de un esfuerzo sincero de llegar a ser lo que podemos ser. Por lo tanto, lo primero que debemos hacer para encaminarnos hacia la humildad es reconocer nuestros defectos. No podemos corregir ningún defecto si no lo vemos claramente. Pero vamos a tener que hacer algo más que ver. El examen objetivo de nosotros mismos que logramos hacer en el Cuarto Paso sólo era, después de todo, un examen. Por ejemplo, todos nosotros vimos que nos faltaba honradez y tolerancia, que a veces nos veíamos asediados por ataque s de autoconmiseración y por delirios de grandeza. No obstante, aunque ésta era una experiencia humillante, no significaba forzosamente que hubiéramos logrado una medida de auténtica humildad. A pesar de haberlos reconocido, todavía teníamos estos defectos. Había que hacer algo al respecto. Y pronto nos dimos cuenta de que ni nuestros deseos ni nuestra voluntad servían, por sí solos, para superarlos.
El ser más realistas y, por lo tanto, más sinceros con respecto a nosotros mismos son los grandes beneficios de los que gozamos bajo la influencia del Quinto Paso. Al hacer nuestro inventario, empezamos a ver cuántos problemas nos había causado el autoengaño. Esto nos provocó una reflexión desconcertante. Si durante toda nuestra vida nos habíamos estado engañando a nosotros mismos, ¿cómo podíamos estar seguros ahora de no seguir haciéndolo? ¿Cómo podíamos estar seguros de haber hecho un verdadero catálogo de nuestros defectos y de haberlos reconocido sinceramente, incluso ante nosotros mismos? Puesto que seguíamos presas del miedo, de la autoconmiseración de los sentimientos heridos, lo más probable era que no podríamos llegar a una justa apreciación de nuestro estado real. Un exceso de sentimientos de culpabilidad y de remordimientos podría conducirnos a dramatizar y exagerar nuestras deficiencias. O la ira y el orgullo herido podrían ser la cortina de humo tras la que ocultábamos algunos de nuestros defectos, mientras que culpábamos a otros por ellos. También era posible que todavía estuviéramos incapacitados por muchas debilidades, grandes y pequeñas, que ni siquiera sabíamos que tuviéramos.
Por lo tanto, nos parecía muy obvio que hacer un examen solitario de nosotros mismos, y reconocer nuestros defectos, basándonos únicamente en esto, no iba a ser suficiente. Tendríamos que contar con ayuda ajena para estar seguros de conocer y admitir la verdad acerca de nosotros mismos - la ayuda de Dios y de otro ser humano. Sólo al darnos a conocer totalmente y sin reservas, sólo al estar dispuestos a escuchar consejos y aceptar orientación, podríamos poner pie en el camino del recto pensamiento, de la rigurosa honradez, y de la auténtica humildad.
No obstante, muchos de nosotros seguíamos vacilando. Nos dijimos: "¿Por qué no nos puede indicar 'Dios como lo concebimos' dónde nos desviamos?" Si el Creador fue quien nos dio la vida, El sabrá con todo detalle en dónde nos hemos equivocado. ¿Por qué no admitir nuestros defectos directamente ante El? ¿Qué necesidad tenemos de mezclar a otra persona en este asunto?.
En esta etapa, encontramos dos obstáculos en nuestro intento de tratar con Dios como es debido. Aunque al principio puede que nos quedemos asombrados al darnos cuenta de que Dios lo sabia todo respecto a nosotros, es probable que nos acostumbremos rápidamente a la idea. Por alguna razón, el estar a solas con Dios no parece ser tan embarazoso como sincerarnos ante otro ser humano. Hasta que no nos sentemos a hablar francamente de lo que por tanto tiempo hemos ocultado, nuestra disposición para poner nuestra casa en orden seguirá siendo un asunto teórico. El ser sinceros con otra persona nos confirma que hemos sido sinceros con nosotros mismos y con Dios.
El segundo obstáculos es el siguiente: es posible que lo que oigamos decir a Dios cuando estamos solos esté desvirtuado por nuestras propias racionalizaciones y fantasías. La ventaja de hablar con otra persona es que podemos escuchar sus comentarios y consejos inmediatos respecto a nuestra situación, y no cabrá la menor duda de cuáles son estos consejos: En cuestiones espirituales, es peligroso hacer las cosas solas. Cuántas veces hemos oído a gente bien intencionada decir que habían recibido la orientación de Dios, cuando en realidad era muy obvio que estaban totalmente equivocados. Por falta de práctica y de humildad, se habían engañado a ellos mismos, y podían justificar las tonterías más disparatadas, manteniendo que esto era lo que Dios les había dicho. Vale la pena destacar que la gente que ha logrado un gran desarrollo espiritual casi siempre insisten en confirmar con amigos y consejeros espirituales la orientación que creen haber recibido de Dios. Claro está, entonces, que un principiante no debe exponerse al riesgo de cometer errores tontos y, tal vez, trágicos en este sentido. Aunque los comentarios y consejos de otras personas no tienen por qué ser infalibles, es probable que sean muchos más específicos que cualquier orientación directa que podamos recibir mientras tengamos tan poca experiencia en establecer contacto con un Poder superior a nosotros mismos.
Nuestro siguiente problema será descubrir a la persona en quien vayamos a confiar. Esto lo debemos hacer con sumo cuidado, teniendo presente que la prudencia es una virtud muy preciada. Tal vez tendremos que comunicar a esta persona algunos hechos de nuestra vida que nadie más debe saber. Será conveniente que hablemos con una persona experimentada, que no solo se ha mantenido sobria, sino que también ha podido superar graves dificultades. Dificultades, tal vez, parecidas a las nuestras. Puede suceder que esta persona será nuestro padrino, pero no es necesario que sea así. Si has llegado a tener gran confianza en él, y su temperamento y sus problemas se parecen a los tuyos, entonces será una buena elección. Además, tu padrino ya tiene la ventaja de conocer algo de tu historia.
Sin embargo, puede ser que tu relación con él es de una naturaleza tal que solo quieras revelarle una parte de tu historia. Si este es el caso, no vaciles en hacerlo, porque debes hacer un comienzo tan pronto como puedas. No obstante, puede resultar que elijas a otra persona a quien confiar las revelaciones más profundas y más difíciles. Puede ser que este individuo sea totalmente ajeno a A.A. - por ejemplo, tu confesor o tu pastor o tu médico. Para algunos de nosotros, una persona totalmente desconocida puede que sea lo mejor.
Lo realmente decisivo es tu buena disposición para confiar en otra persona y la total confianza que deposites en aquel con quien compartes tu primer inventario sincero y minucioso. Incluso después de haber encontrado a esa persona, muchas veces se requiere una gran resolución para acercarse a él o ella. Que nadie diga que el programa de A.A. no exige ninguna fuerza de voluntad; esta situación puede que requiera toda la que tengas. Afortunadamente, es muy probable que te encuentres con una sorpresa muy agradable. Cuando le hayas explicado cuidadosamente tu intención y el depositario de tu confianza vea lo verdaderamente útil que puede ser, les resultará fácil empezar la conversión, y pronto será muy animada. Es probable que la persona que te escucha no tarde mucho en contarte un par de historias acerca de él mismo, lo cual te hará sentirte aun más cómodo. Con tal que no ocultes nada, cada minuto que pase te irás sintiendo más aliviado. Las emociones que has tenido reprimidas durante tantos años salen a la luz y, una vez iluminadas, milagrosamente se desvanecen. Según van desapareciendo los dolores, los reemplaza una tranquilidad sanadora. Y cuando la humildad y la serenidad se combinan de esta manera, es probable que ocurra algo de gran significación. Muchos A.A., que una vez fueron agnósticos o ateos, nos dicen que en esta etapa del Quinto Paso sintieron por primera vez la presencia de Dios. E incluso aquellos que ya habían tenido fe, muchas veces logran tener un contacto consciente con Dios más profundo que nunca.
Esta sensación de unidad con Dios y con el hombre, este salir del aislamiento al compartir abierta y sinceramente la terrible carga de nuestro sentimiento de culpabilidad, nos lleva a un punto de reposo donde podemos prepararnos para dar los siguientes Pasos hacia una sobriedad completa y llena de significado.
CUARTO PASO
"Sin miedo hicimos un minucioso inventario
moral de nosotros mismos".
Al ser creados, fuimos dotados de instintos para un propósito. Sin ellos, no seríamos seres humanos completos. Si los hombres y las mujeres no se esforzaron por tener seguridad personal, si no se molestaran en cosechar su alimento o en construir sus moradas, no podrían sobrevivir. Si no se reprodujeran, la tierra no estaría poblada. Si no hubiera ningún instinto social, si a los seres humanos no les importara disfrutar de la compañía de sus semejantes, no existiría sociedad alguna. Por lo tanto, estos deseos - de relaciones sexuales, de seguridad material y emocional, y de compañerismo - y sin duda provienen de Dios.
No obstante, estos instintos, tan necesarios para nuestra existencia, a menudo sobrepasan con mucho los límites de su función apropiada. Poderosa y ciegamente, y muchas veces de una manera sutil, nos impulsan, se apoderan de nosotros, e insisten en dominar nuestras vidas. Nuestros deseos de sexo, de seguridad material y emocional, y de un puesto eminente en la sociedad a menudo nos tiranizan. Cuando se salen así de sus cauces, los deseos naturales del ser humano, le crean grandes problemas; de hecho, casi todos los problemas que tenemos, tienen su origen aquí. Ningún ser humano, por bueno que sea, es inmune a estos problemas. Casi todo grave problema emocional se puede considerar como un caso del instinto descarriado. Cuando esto ocurre, nuestros grandes bienes naturales, los instintos, se han convertido en debilidades físicas y mentales.
El Cuarto Paso es nuestro enérgico y esmerado esfuerzo para descubrir cuáles han sido, y siguen siendo, para nosotros estas debilidades. Queremos saber exactamente cómo, cuándo y dónde nuestros deseos naturales nos han retorcido. Queremos afrontar, sin pestañear, la infelicidad que esto ha causado a otras personas y a nosotros mismos. Al descubrir cuáles son nuestras deformaciones emocionales, podemos empezar a corregirlas. Si no estamos dispuestos a hacer un esfuerzo persistente para descubrirlas, es poca la sobriedad y felicidad que podemos esperar. La mayoría de nosotros nos hemos dado cuenta de que, sin hacer sin miedo un minucioso inventario moral, la fe que realmente obra en la vida cotidiana se encuentra todavía fuera de nuestro alcance.
Antes de entrar en detalles sobre la cuestión del inventario, tratemos de identificar cuál es el problema básico. Ejemplos sencillos como el siguiente cobran una inmensa significación, cuando nos ponemos a pensar en ellos. Supongamos que una persona antepone el deseo sexual a todo lo demás. En tal caso, este instinto imperioso puede destruir sus posibilidades de lograr la seguridad material y emocional, así como de mantener su posición social en la comunidad. Otra persona puede estar tan obsesionada por la seguridad económica que lo único que quiere hacer es acumular dinero. Puede llegar al extremo de convertirse en un avaro, o incluso un solitario que se aísla de su familia y sus amigos.
Pero la búsqueda de la seguridad no siempre se expresa en términos de dinero. Muy a menudo vemos a un ser humano lleno de temores insistir en depender totalmente de la orientación y protección de otra persona más fuerte. El débil, al rehusar cumplir con las responsabilidades de la vida con sus propios recursos, nunca alcanza la madurez. Su destino es sentirse siempre desilusionado y desamparado. Con el tiempo, todos sus protectores huyen o mueren, y una vez más se queda solo y aterrado.
También hemos visto a hombres y mujeres enloquecidos por el poder, y que se decidan a intentar dominar a sus semejantes. A menudo estas personas tiran por la borda cualquier oportunidad de tener una seguridad legítima y una vida familiar feliz. Siempre que un ser humano se convierta en un campo de batalla de sus propios instintos, no podrá conocer la paz.
Pero los peligros no terminan aquí. Cada vez que una persona impone en otros sus irrazonables instintos, la consecuencia es la infelicidad. Si en su búsqueda de la riqueza, pisotea a la gente que se encuentra en su camino, es probable que vaya a suscitar la ira, los celos y la venganza. Si el instinto sexual se desboca, habrá una conmoción similar. Exigir demasiada atención, protección, y amor a otra gente sólo puede incitar en los mismos protectores de repulsión y la dominación - dos emociones tan malsanas como las exigencias que las provocaron. Cuando los deseos de conseguir prestigio personal llegan a ser incontrolables, ya sea en el círculo de amigos o en la mesa de conferencias internacionales, siempre hay algunas personas que sufren y, a menudo, se rebelan, Este choque de los instintos puede producir desde una frió desaire hasta una revolución violenta. De esta manera, nos ponemos en conflicto no solamente con nosotros mismos, sino con otras personas, que también tienen instintos.
Más que ninguna otra persona, el alcohólico debiera darse cuenta de que sus instintos desbocados son la causa fundamental de su forma destructiva de beber. Hemos bebido para ahogar el temor, la frustración y la depresión. Hemos bebido para escapar de los sentimientos de culpabilidad ocasionados por nuestras pasiones, y luego hemos vuelto a beber para reavivar esas pasiones. Hemos bebido por pura vanagloria - para poder disfrutar mejor nuestros descabellados sueños de pompa y poder. No es muy grato contemplar esta perversa enfermedad del alma. Los instintos desbocados se resisten a ser analizados. En cuanto intentamos hacer un serio esfuerzo por examinarlos, es probable que suframos una reacción desagradable.
Si por temperamento tendremos al lado depresivo, es probable que nos veamos inundados de un sentimiento de culpabilidad y de odio hacia nosotros mismos. Nos sumimos en este pantano sucio, del que a menudo sacamos un placer perverso y doloroso. Al entregarnos mórbidamente a estas actividad melancólica, puede que nos hundamos en la desesperación hasta tal punto que sólo el olvido nos parece la única solución posible. En este punto, por supuesto, hemos perdido toda perspectiva y, por lo tanto, la auténtica humildad. Porque esto es la otra cada del orgullo. No es en absoluto un inventario moral; es el mismo proceso que muy a menudo ha llevado a la persona depresiva a la botella y a la extinción.
Sin embargo, si por naturaleza nos inclinamos hacia la hipocresía o la grandiosidad, nuestra reacción será le opuesta. Nos sentiremos ofendidos por el inventario sugerido de A.A. Sin duda aludiremos con orgullo a la vida virtuosa que creíamos haber llevado antes de que la botella nos derrotara. Insistiremos que nuestros graves defectos de carácter, si es que creemos tener alguno, han sido causados principalmente por haber bebido en exceso. Siendo este el caso, creemos que lo que se deriva lógicamente es que la sobriedad es la única meta que tenemos que intentar lograr. Creemos que, tan pronto como dejemos el alcohol, nuestro buen carácter renacerá. Si siempre habíamos sido buenas personas, excepto por nuestra forma de beber, ¿qué necesidad tenemos de hacer un inventario moral ahora que estamos sobrios?.
También nos agarramos a otra magnífica excusa para evitar el inventario. Exclamamos que nuestros problemas e inquietudes actuales están causados por el comportamiento de otra gente - gente que realmente necesita hacer un inventario moral. Creemos firmemente que si sólo nos trataran mejor, no tendríamos ningún problema. Por lo tanto, creemos que nuestra indignación está justificada y es razonable - que nuestros resentimiento son "bien apropiados". Nosotros no somos los culpables. Son ellos.
En esta etapa del inventario, nuestros padrinos vienen a rescatarnos. Pueden hacer esto, porque son los portadores de la experiencia comprobada de A.A. con el Cuarto Paso. Consuelan a la persona melancólica, primero mostrándole que no es un caso extraño ni diferente, que probablemente sus defectos de carácter no son ni más numerosos ni peores que los de cualquier otro miembro de A.A. El padrino demuestra esto rápidamente, hablando abierta y francamente, y sin exhibicionismo, acerca de sus propios defectos, antiguos y actuales. Este inventario sereno y, a la vez, realista es inmensamente tranquilizador. Probablemente el padrino le indica al recién llegado que junto con sus defectos puede anotar algunas virtudes. Esto contribuye a disipar el pesimismo y fomentar el equilibrio. Tan pronto como empiece a ser más objetivo, el principiante podrá considerar sin miedo sus propios defectos.
Los padrinos de los que creen que no necesitan hacer un inventario se ven enfrentados con un problema muy diferente, porque la gente impulsada por el orgullo de sí misma, inconscientemente se niegan a ver sus defectos. Es poco probable que estos principiantes necesiten consuelo. Lo necesario, y difícil, es ayudarles a encontrar una grieta en la pared construida por sus egos, por la que pueda brillar la luz de la razón.
Para empezar, se les puede decir que la mayoría de los A.A., en sus días de bebedores, estuvieron gravemente afligidos por la autojustificación. Para la mayoría de nosotros, la autojustificación era lo que nos daba excusas -excusas para beber, por supuesto, y para todo tipo de conducta disparatada y dañina. Éramos artistas en la invención de pretextos. Teníamos que beber porque estábamos pasándolo muy mal, o muy bien. Teníamos que beber porque en nuestros hogares nos agobiaban con amor, o porque no recibíamos amor alguno. Teníamos que beber porque en nuestros trabajos teníamos un gran éxito, o porque habíamos fracasado. Teníamos que beber porque nuestro país había ganado una guerra o perdido la paz. Y así fue, ad infinitum.
Creíamos que las "circunstancias" nos impulsaban a beber, y cuando habíamos intentado corregir estas circunstancias, al ver que no podíamos hacerlo a nuestra plena satisfacción, empezamos a beber de forma desenfrenada y nos convertimos en alcohólicos. Nunca se nos ocurrió pensar que nosotros éramos quienes teníamos que cambiar para ajustarnos a las circunstancias, fueran cuales fueran.
Pero en A.A., poco a poco llegamos a darnos cuenta de que teníamos que hacer algo respecto a nuestros resentimientos vengativos, nuestra autoconmiseración, y nuestro poco merecido orgullo. Teníamos que reconocer que cada vez que nos las dábamos de personajes, la gente se volvía en contra nuestra. Teníamos que reconocer que cuando albergábamos rencores y planeábamos vengarnos por tales derrotas, en realidad nos estábamos dando golpes a nosotros mismos con el garrote de la ira, golpes que habíamos querido asestar a otros. Nos dimos cuenta de que si nos sentíamos gravemente alterados, lo primero que teníamos que hacer era apaciguarnos, sin importarnos la persona o las circunstancias que nosotros creyéramos responsables de nuestro trastorno.
A muchos de nosotros nos costaba mucho tiempo ver lo engañados que estábamos por nuestras volubles emociones. Podíamos verlas rápidamente en otras personas, pero tardábamos mucho en verlas en nosotros mismos. Ante todo, era necesario admitir que teníamos muchos de estos defectos, aunque el hacerlo nos causara mucho dolor y humillación. En lo que respeta a otra gente, teníamos que eliminar la palabra "culpa" de nuestro vocabulario y de nuestros pensamientos. Para poder empezar a hacer esto, nos hacía falta mucha buena voluntad. Pero una vez salvados los dos o tres primeros obstáculos, el camino nos parecía cada vez más fácil de seguir. Porque habíamos empezado a vernos en nuestra justa medida, es decir, habíamos adquirido más humildad.
Claro está que la persona depresiva y la persona agresiva y orgullosa son extremos de la gama de personalidades humanas, y son tipos que abundan tanto en A.A. como en el mundo exterior. Muchas veces estas personalidades se presentan de forma tan definida como en los ejemplos que hemos dado. Pero con la misma frecuencia se encuentran algunas que casi pueden clasificarse en ambas categorías. Los seres humanos nunca son totalmente idénticos, así que cada uno de nosotros, al hacer nuestro inventario, tendremos que determinar cuáles son nuestros propios defectos de carácter. Cuando encuentre los zapatos a su medida, debe ponérselos y andar con la seguridad de que por fin está en el buen camino.
Reflexionemos ahora sobre la necesidad de hacer una lista de los defectos de personalidad más pronunciados que todos tenemos en diversos grados. Para los que tienen una formación religiosa, en esta lista aparecerían graves violaciones de principios morales. Otros la consideran como una lista de defectos de carácter. Y otros un catálogo de inadaptaciones. Algunos se sentirán muy violentos si se habla de inmoralidad, y mucho más si se habla de pecado. Pero todo aquel que dispone de un mínimo de sensatez, estará de acuerdo en un punto: que dentro del alcohólico hay muchas cosas que no funcionan bien, y que hay mucho que hacer para remediarlas si esperamos lograr la sobriedad, hacer el progreso y tener una verdadera capacidad para enfrentarnos a las realidades de la vida.
Para evitar caer en la confusión discutiendo sobre los nombres que se deben dar a estos defectos, utilicemos una lista universalmente aceptada de las principales flaquezas humanas -los Siete Pecados Capitales: soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y pereza. No es causalidad que la soberbia encabece la lista. Porque la soberbia, que conduce a la autojustificación, y que está siempre espoleada por temores conscientes o inconscientes, es la que genera la mayoría de las dificultades humanas, y es el principal obstáculo al verdadero progreso. La soberbia nos hace caer en la trampa de imponer en nosotros mismos y en otra gente exigencias que no se pueden cumplir sin pervertir o abusar de los instintos que Dios nos ha dotado. Cuando la satisfacción de nuestro instinto de sexo, de seguridad y de disfrutar de la compañía de nuestros semejantes se convierte en la única meta de nuestras vidas, entonces aparece la soberbia para justiciar nuestros excesos.
Todas estas flaquezas generan el miedo que es, en sí mismo, una enfermedad del alma. Luego, el miedo, a su vez, genera más defectos de carácter. Un temor exagerado de no poder satisfacer nuestros instintos nos lleva a codiciar los bienes de otros, a tener avidez de sexo y de poder, enfurecernos al ver amenazadas nuestras exigencias instintivas, a sentir envidia al ver realizadas las ambiciones de otra gente y las nuestras frustradas. Comemos más, bebemos más y tratamos de coger más de lo que necesitamos de todo, temiendo que nunca tendremos lo suficiente. La perspectiva del trabajar nos asusta tan profundamente que nos hundimos en la pereza. Holgazaneamos, y tratamos de dejarlo todo para el día de mañana, o, si trabajamos, lo hacemos de mala gana y a medias. Estos temores son como plagas que van royendo los cimientos sobre los que tratamos de construir una vida.
Así que cuando A.A. sugiere que hagamos sin miedo un inventario moral, tiene que parecerle al recién llegado que se le pide más de lo que puede hacer. Cada vez que intenta mirar en su interior, tanto su orgullo como sus temores le hacen retroceder. El Orgullo dice, "No hace falta que te molestes en hacerlo", y el Temor le dice, "No te atrevas a hacerlo". Pero según el testimonio de los A.A. que han intentado sinceramente hacer un inventario moral, el orgullo y el miedo en estos momentos no son sino espantajos. Una vez que estemos plenamente dispuestos a hacer nuestro inventario, y que nos dediquemos a hacerlo con todo esmero, una luz inesperada nos llega para disipar la neblina. Conforme perseveramos en el intento, nace una nueva seguridad, y el alivio que sentimos al enfrentarnos por fin con nosotros mismos es indescriptible. Estos son los primeros frutos del Cuatro Paso.
Al llegar a este punto, es probable que el principiante haya sacado las siguiente conclusiones: que sus defectos de carácter, que representan sus instintos descarriados, han sido la causa primordial de su forma de beber y de su fracaso en la vida; que, a no ser que esté dispuesto a trabajar diligentemente para eliminar sus peores defectos, tanto la sobriedad como la tranquilidad de mente quedarán fuera de su alcance; que tendrá que derribar los cimientos defectuosos de su vida y volver a construirlos sobre roca firma. Ahora, dispuesto a empezar la búsqueda de sus propios defectos, se preguntará a sí mismo, "¿Cómo debo proceder exactamente? ¿Cómo hago un inventario personal?".
Puesto que el Cuarto Paso no es sino el mero comienzo de una práctica que nos habrá de durar toda la vida, podemos sugerirle que lo empiece examinando aquellos defectos que más le molestan y que más le saltan a la vista. Valiéndose de su mejor criterio respecto a lo que ha habido de bueno y de malo en su vida, puede hacer una especie de resumen general de su conducta en lo concerniente a sus instintos primordiales de sexo, de seguridad y de relaciones sociales. Al repasar su vida anterior, puede comenzar fácilmente el proceso con una consideración de algunas preguntas como las siguientes:
¿Cuándo, cómo, y en cuáles circunstancias he hecho daño a otras personas y a mí mismo insistiendo en satisfacer mi deseo egoísta de relaciones sexuales? ¿Quiénes se vieron lastimados, y cuál fue el daño que les hice? ¿Llegué a arruinar mi matrimonio y a herir a mis hijos? ¿Puse en peligro mi reputación en la comunidad? ¿Precisamente cómo reaccioné ante estas situaciones en el momento que ocurrieron? ¿Me sentía consumido de un sentimiento de culpabilidad que nada podría aliviar? O, ¿insistí que era yo la presa y no el depredador, intentando así absolverme? ¿Cómo he reaccionado ante la frustración en cuestiones sexuales? Al verme rechazado, ¿me he vuelto vengativo o deprimido? ¿Me he desquitado con terceras personas? Si he encontrado un rechazo o frialdad en casa, ¿lo he aprovechado como un pretexto para tener aventuras amorosas?
Para la mayoría de los alcohólicos también son muy importantes las preguntas que tienen que hacerse acerca de su comportamiento respecto a la seguridad económica y emocional. En estos aspectos de la vida, el temor, la avaricia, los celos y el orgullo suelen tener el peor efecto. Al repasar su historial profesional o laboral, casi cualquier alcohólico puede hacerse preguntas como éstas: Además de mi problema con la bebida, ¿qué defectos de carácter contribuyeron a mi inestabilidad económica? ¿Destruyeron la confianza que tenía en mismo y me llenaron de conflictos el temor y la inseguridad que sentía acerca de mi aptitud para hacer mis trabajos? ¿Intenté ocultar estos sentimientos de insuficiencia con fanfarronadas, engaños, mentiras o escurriendo el bulto? O, ¿me quejaba de que otras personas no reconocían mis talentos extraordinarios? ¿Me sobrestimaba a mí mismo y hacía el papel de personaje importante? ¿Traicionaba a mis colegas y compañeros de trabajo a causa de mi ambición tan desmedida y mi falta de principios? ¿Derrochaba el dinero para aparentar? ¿Pedía dinero prestado imprudentemente, sin importante si lo podía devolver o no? ¿Era tacaño, negándome a mantener a mi familia debidamente? ¿Escatimaba gastos en mis tratos comerciales de forma poco honrada? ¿Y los intentos para ganar dinero fácil y rápidamente, en el mercado de valores y las carreras de caballos?.
Naturalmente, muchas de estas preguntas se aplican igualmente a las mujeres de negocios en A.A. Pero el ama de casa alcohólica también puede causar la inseguridad económica de la familia. Puede falsear las cuentas de crédito, manipular el presupuesto para comida, pasar las tardes jugándose el dinero, y cargar de deudas a su marido con su irresponsabilidad, derroche y despilfarro.
Pero todos los alcohólicos que han perdido sus trabajos, sus familias y sus amigos a causa de la bebida tendrán que examinarse despiadadamente a sí mismos para determinar cómo sus propios defectos de personalidad han demolido su seguridad.
Los síntomas más comunes de la inseguridad emocional son la ansiedad, la ira, la autoconmiseración y la depresión. Estas se origina en causas que a veces parecen estar dentro de nosotros y otras veces parecen ser externas. Para hacer un inventario al respecto, debemos considerar cuidadosamente las relaciones personales que constante o periódicamente nos han ocasionado problemas. Se debe tener en cuenta que este tipo de inseguridad se suele presentar en cualquier ocasión en que los instintos se ven amenazados. Las preguntas encaminadas a aclarar este asunto pueden ser así: Fijándome tanto en el pasado como en el presente, ¿cuáles situaciones sexuales me han producido sensaciones de inquietud, amargura, frustración o depresión? Considerando imparcialmente cada situación, ¿puedo ver dónde yo he tenido la culpa? ¿Me asediaban estas perplejidades debido a mi egoísmo y mis exigencias exageradas? O, si mi trastorno parecía ser provocado por el compartimiento de otras personas, ¿por qué carezco de la capacidad para aceptar las circunstancias que no puedo cambiar? Estas son las preguntas básicas que pueden revelar el origen de mi desasosiego e indicar si tengo la posibilidad de cambiar mi propia conducta para así adaptarme serenamente a la autodisciplina.
Supongamos que la inseguridad económica suscita constantemente estos mismos sentimientos. Puedo preguntarme a mí mismo hasta qué punto mis propios errores han nutrido las inquietudes que me van carcomiendo. Y si las acciones de otra gente forman parte de la causa, ¿qué puedo hacer al respecto? Y si no puedo cambiar las circunstancias actuales, ¿estoy dispuesto a tomar las medidas necesarias para adaptar mi vida a estas circunstancias? Estas preguntas, y otras muchas que se nos ocurrirán según el caso particular, contribuirán a descubrir las causas fundamentales.
Pero nuestras relaciones retorcidas con nuestra familia, nuestros amigos y la sociedad en general son las que nos han causado el mayor sufrimiento a muchos de nosotros. Hemos sido fundamental que nos hemos negado a reconocer es nuestra incapacidad para sostener una relación equilibrada con otro ser humano. Nuestra egomanía nos crea dos escollos desastrosos. O bien insistimos en dominar a la gente que conocemos, o dependemos excesivamente de ellos. Si nos apoyamos demasiado en otras personas, tarde o temprano nos fallarán, porque también son seres humanos y les resulta imposible satisfacer nuestras continuas exigencias. Así alimentada, nuestra inseguridad va haciéndose cada vez más acusada. Si acostumbramos intentar manipular a otros para que se adapten a nuestros deseos obstinados, ellos se rebelan y se nos resisten con todas sus fuerzas. Entonces nos sentimos heridos, nos vemos afligidos de una especie de manía persecutoria y del deseo de vengarnos. Al redoblar nuestros esfuerzos para dominar, y seguir fracasando en este intento, nuestro sufrimiento llega a ser agudo y constante. Nunca hemos intentado ser un miembro de la familia, un amigo entre amigos, un trabajador entre otros trabajadores, y un miembro útil de la sociedad. Siempre hemos luchado por destacarnos del montón o por escondernos.
Este comportamiento egoísta nos impedía tener una relación equilibrada con cualquier persona a nuestro alrededor. No teníamos la menor comprensión de lo que es la auténtica hermandad.
Algunos pondrán reparos a muchas de las preguntas formuladas, porque creen que sus propios defectos de carácter no eran de tanta envergadura. A estas personas se les puede sugerir que un examen concienzudo probablemente sacará a relucir esos mismos defectos a los que se referían las preguntas molestas. Ya que vista superficialmente nuestra historia no parece ser tan mala, a menudo nos asombramos al descubrir que así parece porque hemos enterrado estos defectos de carácter bajo gruesas capas de autojustificación. Sean cuales sean , estos defectos emboscados nos han tenido la trampa que acabó por llevarnos al alcoholismo y la infelicidad.
Por lo tanto, al hacer nuestro inventario la palabra clave es minuciosidad. Para tal fin, es aconsejable poner por escrito nuestras preguntas y respuestas. Nos ayudará a pesar con claridad y a evaluar nuestra conducta con sinceridad. Será la primera muestra palpable de que estamos completamente dispuestos a seguir adelante.
TERCER PASO
"Decidimos poner nuestras voluntades y nuestras vidas
al cuidado de Dios, como nosotros lo concebimos.
Practicar el Tercer Paso es como abrir una puerta que todavía parece estar cerrada y bajo llave. Lo único que nos hace falta es la llave y la decisión de abrir la puerta de par en par. Solo hay una llave, y es la de la buena voluntad. Al quitar el cerrojo con la buena voluntad, la puerta casi se abre por sí misma, y al asomarnos, veremos un letrero al lado de una camino que dice: "Este es el camino hacia una fe que obra". En los primeros Pasos, nos dedicamos a reflexionar. Nos mimos cuenta de que éramos impotentes ante el alcohol, pero también vimos que algún tipo de fe, aunque sólo fuera una fe en A.A., es posible para cualquiera. Estas conclusiones no nos exigían ninguna acción; sólo nos requerían la aceptación.
Como todos los Pasos restantes, el Paso Tres requiere de nosotros acción positiva, porque sólo poniéndonos en acción podemos eliminar la obstinación que siempre ha bloqueado la entrada de Dios -o, si prefieres, de un Poder Superior - en nuestras vidas. La fe, sin duda, es necesaria, pero la fe por sí sola de nada sirve. Es posible tener fe y, al mismo tiempo, negar la entrada de Dios en nuestra vida. Por lo tanto, el problema que ahora nos ocupa es el de encontrar las medidas específicas que debemos tomar para poder dejarle entrar. El Tercer Paso representa nuestra primera tentativa para hacerlo. De hecho, la eficacia de todo el programa de A.A. dependerá de lo seria y diligentemente que hayamos intentado llegar a "una decisión de poner nuestras voluntades y nuestras vidas al cuidado de Dios, como nosotros lo concebimos".
A cada principiante mundano y práctico, este Paso le parece difícil, e incluso imposible. Por mucho que desee tratar de hacerlo, ¿cómo puede exactamente poner su voluntad y su propia vida al cuidado de cualquier Dios que él cree que existe?. Afortunadamente, los que lo hemos intentado, con el mismo recelo, podemos atestiguar que cualquiera, sea quien sea, puede empezar a hacerlo. Además, podemos agregar que un comienzo, incluso el más tímido, es lo único que hace falta. Una vez que hemos metido la llave de la buena voluntad en la cerradura, y tenemos la puerta entreabierta, nos damos cuenta de que siempre podemos abrirla un poco más. Aunque la obstinación puede cerrarla otra vez de un portazo, como a menudo lo hace, siempre se volverá a abrir tan pronto como nos valgamos de la llave de la buena voluntad.
Puede que todo esto te suene misterioso y oculto, algo parecido a la teoría de la relatividad de Einstein o a una hipótesis de física nuclear. No lo es en absoluto. Veamos lo práctico que realmente es. Cada hombre y cada mujer que se ha unido a A.A. con intención de quedarse con nosotros, ya ha comenzado a practica, sin darse cuenta, el Tercer Paso. ¿No es cierto que en todo lo que se refiere al alcohol, cada uno de ellos ha decidido poner su vida al cuidado, y bajo la protección y orientación de Alcohólicos Anónimos?. Ya ha logrado una buena disposición para expulsar su propia voluntad y sus propias ideas acerca del problema del alcohol y adoptar, a cambio, las sugerencias por A.A. Todo principiante bien dispuesto se siente convencido de que A.A. es el único refugio seguro para el barco a punto de hundirse en que se ha convertido su vida. Si esto no es entregar su voluntad y su vida a una Providencia recién encontrada, entonces, ¿qué es?.
Pero supongamos que le instinto todavía nos proteste a gritos, como sin duda lo hará: "Sí, en cuanto al alcohol, parece que tengo que depender de A.A.; pero en todos los demás asuntos, insisto en mantener mi independencia. No hay nada que me vaya a trasformar en una nulidad. Si sigo poniendo mi vida y mi voluntad al cuidado de Alguien o de Algo. ¿qué será de mí?. Me convertiré en un cero a la izquierda". Este, por supuesto, es el proceso por el que el instinto y la lógica intentan reforzar el egotismo y así frustran el desarrollo espiritual. Lo que esta forma de pensar tiene de malo es el no tener en cuenta los hechos reales. Y los hechos parecen ser los siguientes: Cuanto más dispuestos estamos a depender de un Poder Superior, más independientes somos en realidad. Por lo tanto, la dependencia, tal y como se practica en A.A., es realmente una manera de lograr la verdadera independencia del espíritu. Examinemos, por un momento, esta idea de la dependencia al nivel de la vida cotidiana. Es asombroso descubrir lo dependientes que somos en esta esfera, y lo poco conscientes que somos de esa dependencia. Todas las casas modernas tienen cables eléctricos que conducen la energía y la luz a su interior. Nos encanta esta dependencia; no queremos por nada en el mundo que se nos corte el suministro eléctrico. Al aceptar así nuestra dependencia de esta maravilla de la ciencia, disfrutamos de una mayor independencia personal. No sólo disfrutamos de más independencia, sino también de más comodidad y seguridad. La corriente fluye hasta llegar donde se necesite. La electricidad, esa extraña energía que muy poca gente comprende, satisface silenciosa y eficazmente nuestras necesidades diarias más sencillas, y también las más apremiantes. Pregúntale si no al enfermo de polio, encerrado en un pulmón de acero, que depende ciegamente de un motor eléctrico para poder seguir respirando.
Pero, ¡cómo cambia nuestra actitud cuando se trata de nuestra independencia mental o emocional! Con cuánta insistencia reclamamos el derecho de decidir por nosotros mismos precisamente lo que vamos a pensar y exactamente lo que vamos a hacer. Sí, vamos a sopesar el pro y el contra de todo problema. Escucharemos cortésmente a los que quieran aconsejarnos, pero solamente nosotros tomaremos todas las decisiones. En tales asuntos, nadie va a limitar nuestra independencia personal. Además, creemos que no hay nadie que merezca toda nuestra confianza. Estamos convencidos de que nuestra inteligencia, respaldada por nuestra fuerza de voluntad, puede controlar debidamente nuestra vida interior y asegurar nuestro éxito en el mundo en que vivimos. Esta brava filosofía, según la cual cada hombre hace el papel de Dios, suena muy bien, pero todavía tiene que someterse a la prueba decisiva: ¿cómo va a funcionar en la práctica? Una detenida mirada al espejo debe ser suficiente respuesta para cualquier alcohólico.
Si su imagen en el espejo le resulta demasiado horrorosa de contemplar (y suele ser así), no estaría de más que el alcohólico echara una mirada a los resultados que la gente normal obtiene con la autosuficiente. En todas partes ve a gente colmada de ira y de miedo. Ve a sociedades desintegrándose en facciones que luchan entre sí. Cada facción les dice a las otras, "Nosotros tenemos razón y ustedes están equivocados". Cada grupo de presión de esta índole, si tiene fuerza suficiente, impone su voluntad en los demás, convencido de la rectitud de su causa. Y en todas partes se hace lo mismo en plan individual. El resultado de tanta lucha es una paz cada vez más frágil y una hermandad cada vez menor. La filosofía de la autosuficiencia no es rentable. Se puede ver claramente que es un monstruo devastador que acabará llevándonos a la ruina total.
Por lo tanto, nosotros los alcohólicos nos podemos considerar muy afortunados.
Cada uno de nosotros ya ha tenido su propio y casi mortal encuentro con el monstruo de la obstinación, y ha sufrido tanto su pesada opresión que está dispuesto a buscar algo mejor. Así que, por las circunstancias y no por ninguna virtud que pudiéramos tener, nos hemos visto impulsados a unirnos a A.A., hemos admitido nuestra derrota, hemos adquirido los rudimentos de la fe y ahora queremos tomar la decisión de poner nuestra voluntad y nuestra vida al cuidado de un Poder Superior.
Nos damos cuenta de que la palabra "dependencia" es tan desagradable para muchos siquiatras y sicólogos como lo es para los alcohólicos. Al igual que nuestros amigos profesionales, nosotros también somos conscientes de que hay formas impropias de dependencia. Las hemos padecido en carne propia. Por ejemplo, ninguna adulto debe tener una excesiva dependencia emocional de sus padres. Hace años que debían haber cortado el cordón umbilical, y si no lo han cortado ya, deberían darse cuenta del hecho. Esta forma de dependencia impropia ha causado que muchos alcohólicos rebeldes lleguen a la conclusión de que cualquier tipo de dependencia tiene que ser insoportablemente dañina. Pero el depender de un grupo de A.A. o de un Poder Superior no ha producido ningún resultado funesto para nadie.
Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, se puso a prueba por primera vez este principio espiritual. Los A.A. se alistaron en las fuerzas armadas y se encontraba estacionados en todas partes del mundo. ¿Podrían aguantar la disciplina, comportarse con valor en el fragor de las batallas, y soportar la monotonía y las angustias de la guerra? ¿Les serviría de ayuda el tipo de dependencia que habían aprendido en A.A.? Pues, sí les sirvió. Tuvieron incluso menos recaídas y borracheras emocionales que los A.A. que se quedaban en la seguridad de sus hogares. Tenían tanta capacidad de resistencia y tanto valor como los demás saldados. Tanto en Alaska como en las cabezas de playa de Salerno, su dependencia de un Poder Superior les ayudó. Y lejos de ser una debilidad, esta dependencia fue su principal fuente de fortaleza.
¿Cómo puede entonces una persona bien dispuesta seguir poniendo su voluntad y su vida al cuidado de un Poder Superior? Ya le hemos visto dar un comienzo al empezar a confiar en A.A. para solucionar su problema con el alcohol. A estas alturas es probable que se haya convencido de que tiene otros problemas además del alcohol y que, a pesar de todo el empeño y el valor con que los afronte, algunos de estos problemas no se pueden solucionar. Ni siquiera puede hacer le menor progreso. Le hacen sentirse desesperadamente infeliz y amenazan su recién lograda sobriedad. Al pensar en el ayer, nuestro amigo sigue siendo víctima de los remordimientos y del sentido de la culpabilidad. Todavía se siente abrumado por la amargura cuando piensa en quienes aún odia o envidia. Su inseguridad económica le preocupa enormemente, y le entra pánico al pensar en las naves quemadas por el alcohol, que le pudieran haber llevado a un puerto seguro. Y, ¿cómo va a arreglar ese lío que le costó el afecto de su familia y le separó de ella? No podrá hacerlo contando únicamente con su valor y su voluntad. Ahora tendrán que depender de Alguien o de Algo.
Al principio, es probable que ese "alguien" sea su más íntimo amigo de A.A. Cuenta con lo que le ha asegurada esa persona, de que sus numerosas dificultades, aun más algunas ahora porque no puede utilizar el alcohol para matar las penas, también se pueden resolver. Naturalmente, el padrino le indica a nuestro amigo que su vida todavía es ingobernable a pesar de que está sobrio, que no ha hecho sino un mero comienzo en el programa de A.A. Es sin duda una buena cosa lograr una sobriedad más segura por medio de la admisión del alcoholismo y de la asistencia a algunas reuniones de A.A., pero esto dista mucho de ser una sobriedad permanente y una vida útil y feliz. Allí entran en juego los demás Pasos del programa de A.A. Nada que no sea una práctica constante de estos Pasos como una manera de vida puede producir el resultado tan deseado.
Luego el padrino le explica que los demás Pasos del programa de A.A. sólo podrán practicarse con éxito cuando se haya intentado practicar el Tercer Paso con determinación y persistencia. Puede que estas palabras les sorprendan a los recién llegados que no han experimentado sino un desinflamiento constante, y que se encuentran cada vez más convencidos de que la voluntad humana no vale para nada en absoluto. Han llegado a creer, y con razón, que otros muchos problemas además del alcohol, no cederán ante un ataque frontal emprendido por el individuo solo y sin ayuda. Pero ahora parece que hay ciertas cosas que sólo el individuo puede hacer. El solito, y conforme a sus propias circunstancias, tiene que cultivar la buena voluntad. Cuando haya adquirido la buena voluntad, sólo él puede tomar la decisión de esforzarse. El intentar hacer esto es un acto de su propia voluntad. Todos los Doce Pasos requieren un constante esfuerzo personal para someternos a sus principios y así, creemos, a la voluntad de Dios. Empezamos a hacer el debido uso de nuestra voluntad cuando tratamos de someterla a la voluntad de Dios. Para todos nosotros, ésta fue una maravillosa revelación. Todas nuestras dificultades se habían originado en el mal uso de la fuerza de voluntad. Habíamos tratado de bombardear nuestros problemas con ella, en lugar de intentar hacerla coincidir con los designios que Dios tenía para nosotros. El objetivo de los Doce Pasos de A.A. es hacer esto posible cada vez más, y el Tercer Paso nos abre la puerta.
Una vez que estemos de acuerdo con estas ideas, es muy fácil empezar a practicar el Tercer Paso. En todo momento de trastornos emocionales o indecisiones, podemos hacer una pausa, pedir tranquilidad, y en la quietud decir simplemente: "Dios, concédeme la serenidad par aceptar las cosas que no puedo cambiar, el valor para cambiar las cosas que puedo, y la sabiduría para reconocer la diferencia. Hágase Tu voluntad, no la mía".
jueves, 22 de septiembre de 2011
SEGUNDO PASO
"Llegamos a creer que un Poder superior a
nosotros mismos podría devolvernos el sano juicio".
Al leer el Segundo Paso, la mayoría de los recién llegados a A.A. se ven enfrentados a un dilema, a veces un grave dilema. Cuántas veces les hemos oído gritar: "Miren lo que nos han hecho. Nos han convencido de que somos alcohólicos y que nuestras vidas son ingobernables. Después de habernos reducido a un estado de impotencia total, ahora nos dicen que sólo un Poder Superior puede librarnos de nuestra obsesión. Algunos de nosotros no queremos creer en Dios, otros no podemos creer, y hay otros que, aunque creen en Dios, no confían en que El haga este milagro. Bien, ya nos tienen con el agua al cuello - pero, ¿cómo vamos a salir del apuro?".
Consideremos primero el caso de aquel que dice que no quiere creer - el caso del rebelde. Su estado de ánimo solo puede describirse como salvaje. Toda su filosofía de la vida, de la que tanto se vanagloriaba, se ve amenazada. Cree que ya hace bastante al admitir que le alcohol le ha vencido para siempre. Pero ahora, todavía dolido por esa admisión, se le plantea algo realmente imposible. ¡Cuánto le encanta la idea de que el hombre, que surgió tan majestuosamente de una sola partícula del barro primitivo, sea la vanguardia de la evolución, por consiguiente el único dios que existe en su universo! ¿Ha de renunciar a todo eso para salvarse?
Al llegar a este punto, su padrino se suele reír. Para el recién llegado, esto es el colmo. Es el principio del fin. Y es cierto: es el principio del fin de su antigua forma de vivir y el comienzo de una nueva vida. Su padrino probablemente le dice: "Tómatelo con calma. El traje que te tienes que poner no te va a quedar tan estrecho como tú te crees. Vamos, yo no lo he encontrado tan estrecho, ni tampoco un amigo mío que había sido vicepresidente de la Sociedad Americana de Ateísmo. El se lo puso y dice que no le aprieta en absoluto".
"De acuerdo" dice el recién llegado, "sé que lo que me dices es la verdad. Todos sabemos que A.A. está lleno de personas que antes pensaban como yo. Pero, en estas circunstancias, ¿cómo quieres que me lo 'tome con calma'? Eso es lo que yo quisiera saber".
"Muy buena pregunta", le responde el padrino. "Creo que puedo decirte exactamente cómo tranquilizarte. Y no vas a tener que esforzarte mucho. Escucha, si tuvieras la bondad, las tres siguientes afirmaciones. Primero, Alcohólicos Anónimos no te exige que creas en nada. Todos sus Doce Pasos no son sino sugerencias. Segundo, para lograr y mantener la sobriedad, no te tienes que tragar todo lo del Segundo Paso en este preciso momento. Al recordar mi propia experiencia, veo que me lo fui tomando en pequeñas dosis. Tercero, lo único que necesitas es una mente verdaderamente abierta. Deja de meterte en debates y de preocuparte por cuestiones tan profundas como el tratar de averiguar si fue primero el huevo o la gallina. Te repito una vez más, lo único que necesitas es una mente abierta".
El padrino continúa: "Fíjate, por ejemplo, en mi propio caso. Estudié una carrera científica. Naturalmente respetaba, veneraba e incluso adoraba la ciencia. A decir verdad, todavía lo hago - excepto lo de adorarla. Repetidas veces mis maestros me expusieron el principio básico de todo progreso científico: investigar y volver a investigar, una y otra vez, y siempre con una mente abierta. La primera vez que eché una mirada al programa de A.A., mi reacción fue exactamente como la tuya. Este asunto de A.A., me dije, no es nada científico. No puedo tragarlo. No me voy a parar a considerar tales tonterías.
"Luego me desperté. Tuve que admitir que A.A. producía resultados, prodigiosos resultados. Me di cuenta de que mi actitud ante éstos había sido muy pronto científica. No era A.A. quien tenía la mente cerrada, sino yo. En el instante en que dejé de debatir, pude empezar a ver y sentir. En ese momento, el Segundo Paso, sutil y gradualmente, empezó a infiltrarse en mi vida. No puedo fijar ni la ocasión ni el día preciso en que llegué a creer en un Poder superior a mí mismo, pero sin deuda ahora tengo esa creencia. Para llegar a tenerla, sólo tenía que dejar de luchar y ponerme a practicar el resto del programa de A.A. con el mayor entusiasmo posible.
"Claro está que ésta es la opinión de un solo hombre basada en su propia experiencia. Me apresuro a asegurarte que en su búsqueda de la fe, los A.A. andar por innumerables caminos. Si no te gusta el que te ha sugerido, seguro que descubrirá uno que te convenga si mantienes abiertos los ojos y los oídos. Muchos hombres como tú han empezado a solucionar el problema por el método de la substitución. Si quieres, puedes hacer de A.A. tu "poder superior". Aquí tienes un grupo grande de gente que ha resuelto su problema con el alcohol. En este sentido, constituye sin duda un poder superior a ti, ya que tú ni siquiera te has aproximado a encontrar una solución. Seguro que puedes tener fe en ellos. Incluso este mínimo de fe será suficiente. Vas a encontrar a muchos miembros que han cruzado el umbral exactamente así. Todo te dirán que, una vez que lo cruzaron, su fe se amplió y se profundizó. Liberados de la obsesión del alcohol, con sus vidas inexplicablemente transformadas, llegaron a creer en un Poder Superior, y la mayoría de ellos empezaron a hablar de Dios".
Consideremos ahora la situación de aquellos que antes tenían fe, pero la han perdido. Entre ellos, se encuentran los que han caído en la indiferencia; otros que, llenos de autosuficiencia, se han apartado; otros que han llegado a tener prejuicios en contra de la religión; y otros más que han adoptado una actitud desafiante, porque Dios no les ha complacido en sus exigencias. ¿Puede la experiencia de A.A. decirles a todos ellos que todavía les es posible encontrar una fe que obra?.
A veces el programa de A.A. les resulta más difícil a aquellos que han perdido o han rechazado la fe que a aquellos que nunca la han tenido, porque creen que ya han probado la fe y no les ha servido de nada. Han probado el camino de la fe y el camino de la incredulidad. Ya que ambos caminos les han dejado amargamente decepcionados, han decidido que no tienen a dónde ir. Los obstáculos de la indiferencia, de la imaginada autosuficiencia, de los prejuicios y de la rebeldía les resultan más resistentes y formidables que cualquiera que haya podido erigir un agnóstico o incluso un ateo militante. La religión dice que se puede demostrar la existencia de Dios; el agnóstico dice que no se puede demostrar; y el ateo mantiene que se puede demostrar que Dios no existe. Huelga decir que el dilema del que se desvía de la fe es el de una profunda confusión. Cree que ha perdido la posibilidad de tener el consuelo que ofrece cualquier convicción. No puede alcanzar ni el más mínimo grado de esa seguridad que tiene el creyente, el agnóstico o el ateo. Es el vivo retrato de la confusión.
Muchos A.A. pueden decirle a esta persona indecisa, "Sí, nosotros también nos vimos desviados de la fe de nuestra infancia. Nos vimos abrumados por un exceso de confianza juvenil. Por supuesto, estábamos contentos de haber tenido un buen hogar y una formación religiosa que nos infundió ciertos valores. Todavía estábamos convencidos de que debíamos ser bastante honrados, tolerantes y justos; que debíamos tener aspiraciones y trabajar con diligencia. Llegamos a la convicción de que estas simples normas de honradez y decoro nos bastarían.
"Conforme el éxito material, basado únicamente en estos atributos comunes y corrientes, empezó a llegarnos, nos parecía que estábamos ganando el juego de la vida. Esto nos produjo un gran regocijo y nos hizo sentirnos felices. ¿Por qué molestarnos con abstracciones teológicas y obligaciones religiosas o con el estado de nuestra alma, tanto aquí como en el más allá? La vida real y actual nos ofrecía suficientes satisfacciones. La voluntad de triunfar nos salvaría. Pero entonces el alcohol empezó a apoderarse de nosotros. Finalmente, al mirar al marcador y no ver ningún tanto a nuestro favor y darnos cuenta de que con un fallo más no quedaríamos para siempre fuera de juego, tuvimos que buscar nuestra fe perdida. La volvimos a encontrar en A.A. Y tú también puedes hacer lo mismo".
Ahora nos enfrentamos con otro tipo de problema: el hombre o la mujer intelectualmente autosuficiente. A estas personas, muchos A.A. les pueden decir: "Sí, éramos como tú - nos pasábamos de listos. Nos encantaba que la gente nos considerara precoces. Nos valíamos de nuestra educación para inflarnos de orgullo como globos, aunque hacíamos lo posible para ocultar esta actitud ante los demás. En nuestro fuero interno, creíamos que podíamos flotar por encima del resto de la humanidad debido únicamente a nuestra capacidad cerebral. El progreso científico nos indicaba que no había nada que el hombre no pudiera hacer. El saber era todopoderoso. El intelecto podía conquistar la naturaleza. Ya que éramos más inteligentes que la mayoría de la gente (o así lo creíamos), con solo ponernos a pensar tendríamos el botín del vencedor. El dios del intelecto desplazó al Dios de nuestros antepasados. Pero nuevamente Don Alcohol tenía otros planes. Nosotros, que tanto habíamos ganado casi sin esfuerzo, lo perdimos todo. Nos dimos cuenta de que, si no volviéramos a considerarlo, moriríamos. Encontramos muchos en A.A. que habían pensado como nosotros. Nos ayudaron a desinflarnos hasta llegar a nuestro justo tamaño. Con su ejemplo, nos demostraron que la humildad y el intelecto podían ser compatibles, con tal de que siempre antepusiéramos la humildad al intelecto. Cuando empezamos a hacerlo, recibimos el don de la fe, una fe que obra. Esta fe también la puedes recibir tú".
Otro sector de A. A. dice: "Estábamos hartos de la religión y de todo lo que conlleva la religión. La Biblia nos parecía una sarta de tonterías; podíamos citarla, versículo por versículo, y en la maraña de genealogía perdimos de vista las bienaventuranzas. A veces, según lo veíamos nosotros, la conducta moral que proponía era inalcanzablemente buena; a veces indudablemente nefasta. Pero lo que más nos molestaba era la conducta moral de los religiosos. Nos entreteníamos señalando la hipocresía, la fanática intolerancia y el aplastante fariseísmo que caracterizaban a tantos de los creyentes, incluso en sus trajes de domingo. Cuánto nos encantaba recalcar el hecho de que millones de los 'buenos hombres de la religión' seguían matándose, los unos a los otros, en nombre de Dios. Todo esto, por supuesto, significaba que habíamos sustituido los pensamientos positivos por los negativos. Después de unirnos a A.A., tuvimos que darnos cuenta de que esa actitud nos había servido para inflar nuestros egos. Al destacar los pecados de algunas personas religiosas, podíamos sentirnos superiores a todos los creyentes. Además, podíamos evitarnos la molestia de reconocer algunos de nuestros propios defectos. El fariseísmo, que tan desdeñosamente habíamos condenado en los demás, era precisamente el mal que a nosotros nos aquejaba. Esta respetabilidad hipócrita era nuestra ruina en cuanto a la fe. Pero finalmente, al llegar derrotados a A.A., cambiamos de parecer.
"Como los siquiatras han comentado a menudo, la rebeldía es la característica más destacada de muchos alcohólicos. Así que no es de extrañar que muchos de nosotros hayamos pretendido desafiar al mismo Dios. A veces lo hemos hecho porque Dios no nos ha entregado las buenas cosas de la vida que le habíamos exigido, como niños codiciosos que escriben cartas a los Reyes Magos pidiendo lo imposible. Más a menudo, habíamos pasado por una gran calamidad y, según nuestra forma de pensar, salimos perdiendo porque Dios nos había abandonado. La muchacha con quien queríamos casarnos tenía otras ideas; rezamos a Dios para que le hiciera cambiar de parecer, pero no lo hizo. Rezamos por tener hijos sanos y nos encontramos con hijos enfermizos, o sin hijos. Rezamos por conseguir ascensos en el trabajo y nos quedamos sin conseguirlos. Los seres queridos, de quienes tanto dependíamos, nos fueron arrebatados por los llamados actos de Dios. Luego, nos convertimos en borrachos, y le pedimos a Dios que nos salvara. Pero no paso nada. Esto ya era el colmo. '¡Al diablo con esto de la fe!' dijimos.
"Cuando encontramos A.A., se nos reveló lo erróneo de nuestra rebeldía. Nunca habíamos querido saber cuál era la voluntad de dios para con nosotros; por el contrario, le habíamos dicho a Dios cuál debería ser. Nos dimos cuenta de que nadie podía creer en Dios y, al mismo tiempo, dasafiarlo. Creer significaba confiar, no desafiar. En A.A. vimos los frutos de esta creencia: hombres y mujeres salvados de la catástrofe final del alcoholismo. Les vimos reunirse y superar sus otras penas y tribulaciones. Les vimos aceptar con calma situaciones imposibles, sin tratar de huir de ellas ni de reprochárselo a nadie. Esto no solo era fe, sino una fe que obraba bajo todas las circunstancias. Para conseguir esta fe, no tardamos en encontrarnos dispuestos a pagar, con toda la humildad que esto nos pudiera costar".
Consideremos ahora el caso del individuo rebosante de fe, pero que todavía apesta a alcohol. Se cree muy devoto. Cumple escrupulosamente con sus obligaciones religiosas. Está convencido de que cree todavía en Dios, pero duda que Dios crea en él. Hace un sinfín de juramentos solemnes. Después de cada uno, no solo vuelve a beber, sino que se comporta peor que la última vez. Valientemente se pone a luchar contra el alcohol, suplicando la ayuda de Dios, pero la ayuda no le llega. ¿Qué será lo que le pasa a esta persona?
Para los clérigos, los médicos, para sus amigos y familiares, el alcohólico que tiene tan buenas intenciones y que tan resueltamente se esfuerza por dejar de beber, es un enigma descorazonador. A la mayoría de los A.A., no les parece así. Multitud de nosotros hemos sido como él, y hemos encontrado la solución al enigma. No tiene que ver con la cantidad de fe, sino con la calidad. Esto era lo que no podíamos ver. Nos creíamos humildes, pero no lo éramos. Nos creíamos muy devotos en cuanto a las prácticas religiosas, pero al volver a considerarlo con toda sinceridad, nos dimos cuenta de que solo practicábamos lo superficial. Otros de nosotros habíamos ido al otro extremo, sumiéndonos en el sentimentalismo y confundiéndolo con los auténticos sentimientos religiosos. En ambos casos, habíamos pedido que se nos diera algo a cambio de nada. En realidad, no habíamos puesto nuestra casa en orden, para que la gracia de Dios pudiera entrar en nosotros y expulsar la obsesión de beber. Nunca, en ningún sentido profundo y significativo, habíamos examinado nuestra conciencia, ni habíamos reparado el daño a quienes se lo habíamos causado, ni habíamos dado nada a otro ser humano sin exigir algo o esperar alguna recompensa. Ni siquiera habíamos rezado como se debe rezar. Siempre habíamos dicho, "Concédeme mis deseos", en vez de "Hágase tu voluntad". Del amor a Dios y del amor al prójimo, no teníamos la menor comprensión. Por lo tanto, seguíamos engañándonos a nosotros mismos y, en consecuencia, no estábamos en la posibilidad de recibir la gracia suficiente para devolvernos el sano juicio.
Son muy contados los alcohólicos activos que tan siquiera tienen una vaga idea de lo irracionales que son o que, si llegan a darse cuenta de su insensatez, pueden soportarla. Algunos están dispuestos a decir que son "bebedores problemas", pero no pueden aceptar la sugerencia de que son, de hecho, enfermos mentales. Un mundo que no distingue entre el bebedor normal y el alcohólico contribuye a que sigan en su ceguera. El "sano juicio" se define como "salud mental". Ningún alcohólico que analice fríamente su comportamiento destructivo, ya sea que haya destruido los muebles de su casa o su propia integridad moral, puede atribuirse a sí mismo la "salud mental".
Por lo tanto, el Segundo Paso es el punto de convergencia para todos nosotros. Tanto si somos ateos, agnósticos, o antiguos creyentes, podemos estar unidos en este Paso. La verdadera humildad y amplitud de mente pueden llevarnos a la fe, y cada reunión de A.A. es un seguro testimonio de que Dios nos devolverá el sano juicio, si nos relacionamos de la forma debida con El.
PRIMER PASO
"Admitimos que éramos impotentes ante el alcohol, que nuestras vidas se habían vuelto ingobernables".
¿A quien gusta admitir la derrota total? A casi nadie, por supuesto. Todos los instintos naturales se rebelan contra la idea de la impotencia personal. Es verdaderamente horrible admitir que, con una copa en la mano, hemos deformado nuestra mente hasta tener una obsesión por beber tan destructiva que solo un acto de la Providencia puede librarnos de ella.
No hay otro tipo de bancarrota como ésta. El alcohol, ahora convertido en nuestro acreedor más despiadado, nos despoja de toda confianza en nosotros mismos y toda voluntad para resistirnos a sus exigencias. Una vez que se acepta esta dura realidad, nuestra bancarrota como seres humanos es total.
Pero al ingresar en A.A. pronto adoptamos otra perspectiva sobre esta humillación absoluta. Nos damos cuenta de que sólo por medio de la derrota total podemos dar nuestros primeros pasos hacia la liberación y la fortaleza. La admisión de nuestra impotencia personal resulta ser a fin de cuentas la base segura sobre la que se puede construir una vida feliz y útil.
Sabemos que son pocos los beneficios que un alcohólicos que ingrese en A.A. puede esperar, si ni ha aceptado, desde el principio, su debilidad devastadora y todas sus consecuencias. Mientras no se humille así, su sobriedad - si es que la logra - será precaria. No encontrará la verdadera felicidad. Esta es una de las realidades de la vida de A.A., comprobada más allá de toda duda por una vasta experiencia. El principio de que no encontraremos una fortaleza duradera hasta que no hayamos admitido la derrota total es la raíz principal de la que ha brotado y florecido nuestra Sociedad.
Al vernos obligados a admitir la derrota, la mayoría de nosotros nos rebelamos. Habíamos acudido a A.A. con la esperanza de que se nos enseñara a tener confianza en nosotros mismos. Entonces, se nos dijo que, en lo concerniente al alcohol, la confianza en nosotros mismos no valía para nada; que de hecho era una gran desventaja. Nuestros padrinos nos dijeron que éramos víctimas de una obsesión mental tan sutilmente poderosa que ningún grado de voluntad humana podría vencerla. Se nos dijo que sin ayuda ajena no podía existir tal cosa como la victoria personal sobre esta obsesión. Complicando implacablemente nuestro dilema, nuestros padrinos señalaron nuestra creciente sensibilidad al Alcohol - una alergia, la llamaban. El tirano alcohol blandía sobre nosotros una espada de doble filo: primero, nos veíamos afligidos por un loco deseo que nos condenaba a seguir bebiendo y luego por una alergia corporal que aseguraba que acabaríamos destruyéndonos a nosotros mismos. Eran muy contados los que, acosados de esta manera, habían logrado ganar este combate mano a mano. Las estadísticas demostraban que los alcohólicos casi nunca se recuperaban por sus propios medios. Y esto aparentemente había sido verdad desde que el hombre pisó las uvas por primera vez.
Durante los años pioneros de A.A., únicamente los casos más desesperados podían tragar y digerir esta dura verdad. E incluso estos "moribundos" tardaban mucho en darse cuenta de lo grave de su condición. Pero unos cuantos sí se dieron cuenta y cuando se aferraban a los principios de A.A. con todo el fervor con que un náufrago se agarra ala salvavidas, casi sin excepción empezaban a mejorarse. Por eso, la primera edición del libro "Alcohólicos Anónimos", publicado cuando teníamos muy pocos miembros, trataba exclusivamente de casos de bajo fondo. Muchos alcohólicos menos desesperados probaron A.A., pero no les dio resultado porque no podían admitir su impotencia.
Es una tremenda satisfacción hacer constar que esta situación cambió en los años siguientes. Los alcohólicos que todavía conservaban su salud, sus familias, sus trabajos e incluso tenían dos coches en su garaje, empezaron a reconocer su alcoholismo. Según aumentaba esta tendencia, se unieron a ellos jóvenes que apenas se podían considerar alcohólicos en potencia. Todos ellos se libraron de esos diez o quince años de auténtico infierno por los que el resto de nosotros habíamos tenido que pasar. Ya que el Primer Paso requiere que admitamos que nuestras vidas se habían vuelto ingobernables, ¿cómo iban a dar este Paso personas como ésas?
Era claramente necesario levantar el fondo que el resto de nosotros habíamos tocado hasta el punto que les llegara a tocar a ellos. Al repasar nuestros historiales de bebedores, podíamos demostrar que, años antes de darnos cuenta, ya estábamos fuera de control, que incluso entonces nuestra forma de beber no era un simple hábito, sino que en verdad era el comienzo de una progresión fatal. A los que todavía lo dudaban, les podíamos decir, "Tal vez no seas alcohólico. ¿Por qué no tratas de seguir bebiendo de manera controlada, teniendo en cuenta, mientras tanto, lo que te hemos dicho acerca del alcoholismo?". Esta actitud produjo resultados inmediatos y prácticos. Entonces se descubrió que cuando un alcohólico había sembrado en la mente de otro la idea de la verdadera naturaleza de su enfermedad, esta persona nunca podría volver a ser la misma. Después de cada borrachera, se diría a sí mismo, "Tal vez esos A.A. tenían razón . . . " Tras unas cuantas experiencias parecidas, a menudo años antes del comienzo de graves dificultades, volvería a nosotros convencido. Había tocado su fondo con la misma contundencia que cualquiera de nosotros. La bebida se había convertido en nuestro mejor abogado.
¿Por qué tanta insistencia en que todo A.A. toque fondo primero? La respuesta es que muy poca gente tratará de practicar sinceramente el programa de A.A. a menos que haya tocado fondo. Porque la práctica de los restantes once Pasos de A.A. supone actitudes y acciones que casi ningún alcohólico que todavía bebe podría siquiera soñar en adoptar. ¿Quién quiere ser rigurosamente honrado y tolerante? ¿Quién quiere confesar sus faltas a otra persona y reparar los daños causados? ¿A quién le interesa saber de un Poder Superior, y aun menos pensar en la meditación y la oración? ¿Quién quiere sacrificar tiempo y energía intentando llevar el mensaje de A.A. al que todavía sufre? No, al alcohólico típico, extremadamente egocéntrico, no le interesa esta perspectiva - a menos que tenga que hacer estas cosas para conservar su propia vida.
Bajo el látigo del alcoholismo, nos vemos forzados a acudir a A.A. y allí descubrimos la naturaleza fatal de nuestra situación. Entonces, y sólo entonces, llegamos a tener la amplitud de mente y la buena disposición para escuchar y creer que tienen los moribundos. Estamos listos y dispuestos a hacer lo que haga falta para librarnos de esta despiadada obsesión.
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